FRANCISCO LUGO
Alumno de la Facultad de Artes y Diseño.

Me parece que la belleza que buscas ha de ser tal,
que jamás pueda parecer fea en ninguna parte,
ni a ninguna persona.
– PLATÓN, HIPIAS MAYOR

Dice un lugar común que la belleza reside en el ojo del espectador, pues el gusto es de naturaleza tal, que se produce extrañeza cuando otros no encuentran el mismo placer que nosotros en los objetos que nos deleitan, estamos impedidos de conocer el mundo a través de una sensibilidad que no sea particularmente nuestra, no obstante, admitimos sin dificultad que tales discrepancias son prácticamente inevitables cuando se valora primordialmente con la sensibilidad y no con la inteligencia. En lo que respecta a las ciencias, especialmente las naturales, se juzgan los hechos fundamentalmente; incluso la rama social tiene parámetros, más o menos estables, de objetividad, aunque la interpretación de los hechos admite, en este caso, mayores divergencias que en las primeras, las cuales tampoco están absolutamente exentas de las mismas, éstas son preponderantes sobre opiniones que sólo pueden evaluarse en el contexto de un determinado esquema teórico. Por lo general hay mayor posibilidad de alcanzar mayor consenso en materia de interpretación científica, si se discute lo suficiente, que de homologar gustos discrepantes, aun cuando se pueda acordar el reconocimiento de tales o cuales características destacables de un objeto estético. El rango de las opiniones admisibles de la belleza en relación a las artes, por ejemplo, se hace sensiblemente más extenso y la gestación de las mismas está condicionada por un número significativamente superior de circunstancias objetivas y subjetivas. El gusto puede moldearse, y de hecho se moldea, por la influencia del contexto social, la educación y la aplicación; se pueden reconocer patrones confiables para orientarlo, al grado que algunos individuos son conocidos por el refinamiento de sus preferencias y sus juicios son considerados dignos de confianza, aunque la diferencia entre inclinaciones puede motivar la formación de partidos militantes y decididamente antagónicos en torno suyo.

Entre los pensadores antiguos, como en el caso de Platón, la belleza fue una cualidad trascendente; un cierto algo en sí mismo. La discusión entre Sócrates e Hipias, en el Hipias Mayor, resulta en una aporía característica donde jamás, el filósofo ateniense y el sofista que le sirve de interlocutor, consiguen acordar en qué consiste dicho término. Su disquisición deja bastante claro que Platón no aprobará criterio alguno de naturaleza empírica en esta materia, pues la belleza así es considerada presa fácil del relativismo. No existe algo que pueda estimarse como absolutamente bello en todo contexto. El criterio estético es de carácter supra-sensible en el pensamiento platónico, es inteligible y no sensible, de lo contrario está lleno de falsedad.

La tendencia de concebir la belleza como cualidad objetiva, inmanente o trascendente, predominó durante siglos en el pensamiento occidental. Uno de los pioneros en explorar el criterio opuesto fue el filósofo, ulster-escocés, Francis Hutcheson (1694-1746). El problema fundamental que permanecía sin encontrar respuesta satisfactoria era cómo, a pesar de la diversidad y variabilidad, la belleza podía ser reconocida como una experiencia universal. Si bien, nadie concuerda absolutamente en qué es lo bello, todos reconocen su existencia; al menos en lo concerniente en la naturaleza, como Kant y Hegel reconocerían más tarde para tratar, a su vez, de dar razón de ello. Para dar cuenta de esta contradicción, Hutcheson postuló la existencia de una cualidad mental a la que denominó sentido interno, al que atribuyó la propiedad de reconocer en la experiencia sensible, por medio de un pensamiento de primer orden, lo bello, es decir, una sensación que no está mediada por ideas o criterios intelectuales. Mientras que los sentidos externos transmiten al sujeto información proveniente del mundo de los objetos sensibles por medio de cinco canales característicos, el sentido interno reporta a la mente una afectación en su propio centro que no es inteligible ni mucho menos comunicable.

Las resoluciones generadas a través de este concepto son infalibles e incontestables, ciñéndonos a un criterio típicamente empirista, el individuo a pesar de equivocarse en sus juicios, no puede engañarse a sí mismo con respecto a sus propias sensaciones que están fuera del alcance del escrutinio público. Según Hutcheson esta noción es cualitativamente distinta de los sentidos externos, mientras éstos son mediados por el interés, pues representan el contacto de la persona con el mundo en el que vive, al otro le concierne la armonía de las formas descritas por los últimos, califica de manera inmediata y no intelectualmente. Esta descripción representó un salto adelante para la estética como disciplina filosófica al sugerirse que a ésta le concierne un terreno particular de la experiencia humana y una manera singular de aprenderla.

Sin embargo, no es menos interesante lo que un cercano admirador de Hutcheson y compatriota suyo, David Hume (1711-1776) tuvo que añadir sobre la cuestión. Es cierto que está mejor documentada la influencia de Hutcheson en el pensamiento moral de Hume, que adoptó su sentimentalismo bajo su propia perspectiva naturalista, negando categóricamente que los juicios morales fueran fundamentalmente racionales o que pudieran evaluarse así, pues en el fondo de éstos subyacen los sentimientos que no pueden normalizarse demostrativamente, sino solamente refinarse por medio del hábito y la simpatía. Ninguno de los dos negó que la razón influya en las conductas y los juicios humanos, sólo reconocieron su papel instrumental en la implementación y la formación de los mismos. En la célebre sentencia de Hume: “La razón es, y sólo debe ser, esclava de las pasiones, y no puede pretender otro oficio que el de servirlas y obedecerlas.” (Hume 1998, 561).

Le Bon David no trató abundantemente la belleza o al arte en sus investigaciones, las cuales estaban dedicadas fundamentalmente a la epistemología, con un característico sesgo escéptico; la moral a la que aspiraba, en su juventud, colocar sobre bases firmes; y leyes naturales antes que metafísicas, tratando de emular lo hecho por Isaac Newton en el campo de la filosofía de la naturaleza. Incluso sus escritos sobre temas religiosos e historiográficos, producidos en su madurez, han alcanzado mayor publicidad que sus opiniones propiamente estéticas que suelen agruparse junto con el resto de su abundante y variada obra ensayística. No obstante, en un breve apunte relativo a la norma del gusto, pueden encontrarse no pocas trazas que se hilvanan fácilmente dentro del conjunto de su pensamiento filosófico, como su origen en los sentimientos de aprobación y censura, su descripción de las impresiones reflexivas, el papel del hábito en su refinamiento, su dependencia de la adopción de un punto de vista general y su teoría de la imaginación. De ahí, puede distinguirse una diferencia importante entre él y Hutcheson respecto a la naturaleza del sentido interno.

Hume parte de un acuerdo general con la perspectiva fundamentalmente subjetiva de Hutcheson: “La belleza no es una cualidad de las cosas mismas; existe sólo en la mente que las contempla, y cada mente percibe una belleza diferente” (Hume 2008, 42). Pese a lo cual, existe una tendencia en el pensamiento humano a tratar de dilucidar una norma para el gusto, incluso cuando existe una diferencia patente entre la constitución del juicio y la del sentimiento. De acuerdo con la teoría mental de Hume, heredera de John Locke, la mente humana es capaz de concebir ideas que no se encuentran originalmente en su experiencia sensible. Empero éstas se componen de combinaciones provenientes de la experiencia misma, pues la conciencia no puede producirlas espontáneamente. A diferencia del empirista inglés, Hume, se refirió a los contenidos mentales como percepciones y las dividió en impresiones e ideas que se diferencian en la misma medida en que distinguimos nuestras sensaciones y pensamientos; se trata de una diferencia cualitativa respecto de la vivacidad con que las percibimos; las sensaciones que dan noticia del mundo externo aparecen en la conciencia con más fuerza y contundencia, mientras que los pensamientos, aunque íntimos para el sujeto, son vagas reproducciones de las sensaciones.

Consecuentemente, nuestras percepciones originarias o sensaciones son inatacables, mientras que los juicios son controvertibles. Pero no todas las impresiones de la conciencia se refieren a los objetos experienciales del mundo circundante, también reconocen nociones subjetivas, o sentimientos, que tienen su origen en las percepciones más elementales a través de las cuales el cuerpo adquiere sus experiencias: el placer y el dolor. El recuerdo de éstas comunica su vivacidad a otras ideas en la forma de sensaciones reflexivas o pasiones que regulan su conducta atrayéndola hacia todo aquello que está asociado en su memoria al placer y alejándola de lo relacionado al dolor. Así se producen el amor y el odio, cuando las sensaciones reflexivas contagian su energía a otras que están escindidas del propio sujeto , así como el orgullo y la humildad, cuando se refieren a las cualidades de éste, u otros objetos con los que está estrechamente relacionado en su imaginación. Las pasiones o sentimientos, si bien son un producto original de la mente, sólo surgen a partir de la interacción de ésta con la experiencia, además, son indispensables para la realización de los juicios morales y también, por añadidura, de los juicios de gusto.

De esto se sigue que, desde la perspectiva de Hume, no exista una norma del gusto a priori, como tampoco hay normas morales que puedan extraerse de demostraciones formales. “Contener el ímpetu de la imaginación y reducir cada expresión a la verdad y exactitud geométrica sería contrario a las leyes de la crítica […] Pero aunque la poesía nunca pueda someterse a la verdad exacta, debe estar limitada por las reglas del arte” (Hume 2008, 44). Una norma de lo bello deducida formalmente sería enemiga natural de la creatividad artística que depende del libre flujo de pulsiones tan sutiles como poderosas para realizarse óptimamente:

Estas emociones más refinadas de la mente son de una naturaleza tierna y delicada, y requieren la concurrencia de muchas circunstancias favorables para hacerlas desempeñar su función con facilidad y exactitud, de acuerdo con sus principios generales establecidos [por su naturaleza]. El menor impedimento exterior a estos pequeños resortes, o el menor desorden interno, perturba su movimiento y altera el funcionamiento de toda la maquinaria. (Hume 2008, 45)

El empirista escocés no abunda en detalles sobre el origen mental preciso de la sensación interna que reside en el núcleo de los juicios de gusto, aunque está claro, en el contexto de su pensamiento, que aun siendo algo inmediato y emergente, como describe Hutcheson, se trata de un producto al mismo tiempo derivado, en su genealogía, y original, en su generación, lo caracterizan la constancia y serenidad que le emparentan con sentimientos morales obtenidos por la mediación del hábito y la adquisición de un punto de vista general. Cuando el individuo representa el dolor o el placer ajenos a través de sus propias experiencias, sopesando en su imaginación las circunstancias que le son conocidas, llega a juzgar si los actos humanos que los provocaron, así como los rasgos de carácter relacionados, corresponden a la virtud o al vicio respectivamente. Éstos sentimientos, según Hume, son entidades mentales estables aunque tranquilas, gracias a que están alejadas del interés particular y aunque se distinguen, apenas vagamente, de las ideas, son decididamente inferiores a las pasiones violentas en su grado de vivacidad. Es por ello que necesitan de un régimen disciplinado de vida para llegar a consolidarse.

Muchos y frecuentes son los defectos de los órganos internos que impiden o dificultan la influencia de estos principios generales de los que depende nuestro sentimiento de la belleza y de la deformidad. Aunque algunos objetos, a causa de la estructura de la mente, estén por naturaleza calculados para proporcionarnos placer, no se ha de esperar que en cada individuo el placer sea sentido de igual manera. Ocurren incidentes y situaciones particulares que, o bien vierten una luz falsa sobre los objetos, o bien impiden que la verdadera transmita a la imaginación el sentimiento y la percepción adecuados. (Hume 2008, 46)

El gusto sólo es caracterizado en este contexto como un sentimiento de conformidad entre la mente y el objeto, requiere de cuidados mentales similares a las pasiones tranquilas para ser adquirido en forma definitiva. A este rasgo, poseído por pocas personas entre la masa de la sociedad, Hume lo llama delicadeza de la imaginación. Clasifica el gusto en dos categorías, corporal y mental, la primera es superior en cuanto a vivacidad, pero inferior en su firmeza. Dicha noción puede cultivarse mediante la práctica del arte; el desempeño del gusto mental está facilitado por la minuciosidad durante el examen de los objetos estéticos. Si bien la belleza superficial es agradable en principio, su apariencia se desmorona frente a un placer delicado:

Una belleza mediocre molesta a una persona versada en las muestras más excelentes del mismo género y, por tal razón la considerará deforme, ya que el objeto más acabado de que tenemos experiencia se considera de modo natural que ha alcanzado la cima de la perfección y que merece el mayor aplauso. (Hume 2008, 51)

Quien interioriza más profundamente la delicadeza de la imaginación en su aparato mental puede juzgar más uniformemente los productos artísticos en distintos contextos históricos y culturales, sin un juicio enteramente intelectivo, ya que puede apartarse de los prejuicios originados en el seno de su sociedad y vida personal; se apoya en la razón para juzgar, más no le permite determinar su elección, se sostiene firmemente al sentimiento de lo bello, que aunque es sutil en su origen, desata los profundos engranes de su sensibilidad. “Pertenece al buen juicio controlar su influjo [de las facultades intelectuales…] y, a este respecto, así como en muchos otros, la razón, sino una parte esencial del gusto, es al menos requisito para las operaciones de esta misma facultad” (Hume 2008, 53). Así, pareciera que el gusto se funda en una disposición natural del individuo; sin embargo, no puede, desarrollarse adecuadamente sin la educación, que le brinda elementos formales para juzgar, sin que repose su juicio sólo en ellos. Este buen sentido no es una característica común y depende de la flexibilidad de la imaginación, a la que Hume describe como la facultad de unir y separar ideas; es decir, de elaborar productos que puedan integrarse a la cultura espiritual humana.

Toda obra de arte responde también a un cierto fin o propósito para el que está pensada y ha de ser, así, considerada más o menos perfecta, según su grado de adecuación para alcanzar este fin. El objeto de la elocuencia es persuadir, el de la historia instruir, el de la poesía agradar por medio de las pasiones y de la imaginación. Estos fines hay que tenerlos constantemente a nuestra vista cuando examinamos cualquier obra y debemos ser capaces de juzgar hasta qué punto los medios empleados se adaptan a sus respectivos propósitos. (Hume 2008, 53)

Aunque los principios del gusto existen y son un producto relativamente universal de la naturaleza humana, no son iguales a los principios demostrativos de la ciencia, que son más rígidos, ligados como están a los intereses pragmáticos; el pensamiento científico calcula y la sensibilidad artística no. Pero es también por ello que los primeros son tan escasos y requieren de un perfeccionamiento tan profundo para ejercerlos, pues fácilmente puede introducirse en ellos el error o ser distorsionados por el defecto. Esto tampoco los invalida, como sí ocurre con los principios intelectuales, sino que simplemente les impide alcanzar su óptimo grado de agudeza:

La mayor parte de los hombres se halla bajo una u otra de estas imperfecciones, por ello se considera como personaje francamente raro al verdadero juez en bellas artes, incluso hasta en las épocas más cultas. Solamente pueden tenerse por tales a aquellos críticos que cuenten con un juicio sólido, unido a un sentimiento delicado, mejorado por la práctica, perfeccionado por la comparación y libre de todo prejuicio y el veredicto unánime de tales jueces, dondequiera que se les encuentren, es la verdadera norma del gusto y la belleza. (Hume 2008, 54)

Es por la obra de los mejores estetas que el gusto social se educa a lo largo del tiempo en alguna medida y sentido. Esto no obsta para que cada contexto histórico y cultural persevere en sus prejuicios, los cuales, cuando son mediados por el gusto y la educación se constituyen en preferencias. La moralidad de una época, por ejemplo, es un parámetro que difícilmente puede romperse para dar plena rienda a la delicadeza de la imaginación, por ello las sociedades prefieren generalmente las obras artísticas que mejor comulgan son sus propios valores. El más excelso arte es capaz de trascender el horizonte de su tiempo y ser excusado de las opiniones especulativas que arrastra consigo y que no consiguen, a pesar de todo, arrebatarle su actualidad perene. Inversamente, el fanatismo de toda especie deforma el gusto, mientras que la transmisión de la superstición por medio de éste conviene muy poco a la obra artística. “Un hombre culto y reflexivo puede aceptar estas peculiaridades y usos, pero un auditorio popular nunca puede desviarse tanto de sus ideas y sentimientos usuales como para que le agraden escenas que no tienen nada en común con ellos”. (Hume 2008, 58)

Contrariamente a la apariencia superficial y a los prejuicios más difundidos acerca de su empirismo, Hume no concibió la mente como un escenario en el que se proyectase pasivamente la experiencia, o como una mera colección de sensaciones y pensamientos; si bien, su análisis crítico de la idea de la identidad personal no deja lugar a dudas de que su escepticismo podía alcanzar notas sumamente radicales. Mas, por el contrario, al describir su cualidad reflexiva, Hume hizo un retrato de ésta como una entidad dinámica y activa, ligada estrechamente a su experiencia, de la que no sólo extrae materia prima para sus pensamiento intelectivos, sino que de la misma también deriva un producto original, sus emociones, que enriquece su experiencia sucesiva y puede perfeccionarse en grados y maneras que la transforman de una forma que el sentido interno propuesto por Hutcheson no evidencia. Kant se ocuparía más tarde de asentar este proceso sobre bases trascendentales y Hegel de envolverlo en un proceso superior, más comprensivo y universal. A partir de la disparidad entre las certezas que le brindan sus sentidos internos y las limitaciones de sus facultades intelectuales y sus sentidos externos, la mente humana, a la que Hume describe esencialmente como sentimiento e imaginación, es capaz de desplegar una variedad dialécticamente ilimitada de percepciones que conforman su propia realidad al proveerle de un sentido empírico en un mundo externo ordenado causalmente y poblado de objetos, personas, afectos y significados.

Bibliografía consultada.
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