ELISA JAZMÍN CALVILLO PALOMINO
Alumna del Programa de Posgrado, Facultad de Artes Visuales-Universidad Autónoma de Nuevo León
“B y holding together images of a sequence the photobook accommodates the quest for immersion in a perfect way. It supplies a unique experience, as a single beholder usually looks at it.”
“Al reunir las imágenes en una secuencia, el fotolibro ofrece el reto de la inmersión en un modo perfecto. Proporciona una experiencia única, al observador quien lo interioriza.”
Bettina Lockeman (Negative, 2013)
Resumen
El fotolibro surge al inicio de la civilización visual y proporciona una experiencia estética para un lector experimentado, quien disfruta el ejercicio de la interpretación y la comprensión en diferentes capas de significación. El fotolibro es un “discurso de autor que se articula a partir de una secuencia de fotografías dispuestas sobre las páginas de un libro” (Golpe 2017). El fotógrafo define una narrativa a través de los recursos visuales que produce y lo hace con un estilo individual, el cual podría ser considerado un idiolecto, según lo señalado por Eco (Eco 1986: 128), quien lo considera como el código particular de una obra de arte. Éste es interpretado por el espectador quien finaliza una ficción única.
Introducción
De acuerdo con los miembros del comité editorial de la serie de publicaciones Negative, por décadas, éste ha sido una forma efectiva para dar a conocer el trabajo de los fotógrafos, tanto de proyectos históricos como contemporáneos. Sobre todo porque tiene un mayor alcance temporal y espacial frente a los museos y las galerías. Según dichos editores “es difícil de imaginar el desarrollo, diseminación y el establecimiento de géneros fotográficos tales como la fotografía conceptual, el documentalismo social, las representaciones políticas y las narrativas poéticas sin el libro fotográfico” (Hedberg y Knape 2013: 7).
Lo anterior no detuvo al artista, también llamado productor o autor, para seguir utilizando y experimentando con dicho proyecto para crear significado a su trabajo, seleccionando y dando secuencia a un número determinado de imágenes; no sólo concentrarse en una fotografía, la cual es solamente un segmento de la vida –en tiempo y lugar–, sino tener “el potencial de contar una historia, la posibilidad de construir una narrativa” (Badger 2013: 16). Y es ésa, tan particular y específica en cada fotolibro, que tiene la posibilidad de considerarse un idiolecto, el cual, lingüísticamente consiste en “un conjunto de las costumbres lingüísticas de un individuo en un momento dado (idiolecto momentáneo)” (Álvarez 2006: 61). Se trata de la forma de hablar única de una persona. Si el autor produce su narración con características propias, equiparables a las costumbres de la lengua, entonces su fotolibro proporciona una experiencia estética singular a través de un idiolecto; con ello, el creador forma parte de la cultura de la imagen.
1. Una civilización visual
En su libro Vida y muerte de la imagen, Régis Debray (1994) delimitó las Tres edades de la mirada: la logosfera, la grafosfera y la videosfera. “A la logosfera correspondería la era de los ídolos […] a la grafosfera, la era del arte […] a la videosfera, la era de lo visual” (Debray 1994: 176). La logosfera habría tenido lugar desde la invención de la escritura hasta el surgimiento de la imprenta; mientras que la grafosfera sería desde la última hasta la invención de la fotografía y el cine; a partir de entonces, hasta la fecha, se conceptualiza como la videosfera. En cuanto al tiempo y el espacio de cada era, la logosfera o régimen del ídolo se caracteriza por ser la imagen de un tiempo inmovilizado por lo divino y el ídolo, al ser autóctono, se limita a un suelo étnico; por otro lado en la grafosfera o régimen del arte, la fígura tiene una etapa lenta con inicio de inclusión de movimiento y su espacio es occidental; mientras que dentro de la videosfera o régimen de lo visual, se vive actualmente, “nuestro visual está en rotación constante, ritmo puro, obsesionado con la velocidad […] Lo visual es mundial (mundovisión), concebido desde la fabricación para una difusión planetaria” (Debray 1994: 177).
Otra concepción de la época en la que vivimos fue ofrecida en 1959 por Gilbert Cohen-Séat, fundador del Instituto de Filmología de París. Cohen-Séat identificó un nuevo “entorno imaginístico surgido del invento del cine y de sus formas conexas o derivadas, como la fotonovela y la televisión” al que llamó iconósfera (Gubern 1996: 107). Y como lo menciona Felipe Zamora: “ya es un lugar común hablar de una cultura de la imagen o de un mundo de la imagen, para expresar el hecho de que la antigua y clásica cultura de la palabra ha cedido su lugar a nuevas formas de vida social” (Zamora 2007: 116).
También ha sido motivo de análisis para Fanuel Díaz, quien afirma que debemos “reconocer que estamos viviendo en la cresta de una civilización visual” (Díaz 2007: 145); basta con revisar las estadísticas sobre el número de horas al día que vemos el televisor, sumado a la publicidad en las calles, los videojuegos y finalmente el consumo a través del internet. Ahora, “el niño es capaz de interpretar imágenes mucho antes de aprender a leer y a descifrar el código escrito. Pero este aprendizaje no requiere de ninguna educación formal; el enfrentamiento directo con el medio provee la adquisición de esa gramática visual, de sus convencionalismos, secuencialidad, niveles y conjuntos de significantes y significados” (Díaz 2007: 146).
Y es la gramática visual adquirida la que ha modificado el inventario de narrativas disponibles. Según Eisner, en su libro Graphic Storytelling and Visual Narratives, contar historias yace en lo profundo del comportamiento social de los grupos humanos, desde la antigüedad. A través de los relatos se ha enseñado el comportamiento dentro de una comunidad, o bien, a difundir y discutir la moral y los valores, o simplemente para satisfacer una curiosidad. El ser humano puede transmitir sus ideas, dramatizar sus relaciones sociales y sus retos de vida o sólo actuar una fantasía, todo ello gracias al compartir anécdotas. Los primeros narradores probablemente utilizaron imágenes apoyadas con gestos y sonidos que fueron los que más tarde evolucionaron hacia el lenguaje. Con el pasar de los siglos, la tecnología proporcionó papel, máquinas de impresión y dispositivos electrónicos de almacenamiento y transmisión; con la evolución de los instrumentos tecnológicos disponibles se afectaron las posibilidades de las artes narrativas, dando lugar a opciones muy diversas, desde una gran literalidad visual hasta la abstracción y la conceptualización.
2. El fotolibro: una narrativa visual a través del tiempo
El crítico holandés Ralph Prins, citado por Gronemeyer, aseguró que “el fotolibro es una forma de arte autónoma, comparable a una escultura, una obra de teatro o una película. En él las fotografías pierden su propio carácter como mensaje por ellas mismas y se convierten en los componentes expresados en tinta de imprenta de una creación compleja llamada libro” (Gronemeyer 2015). Ese objeto es un formato deliberado que le permite al fotógrafo expandir su rol autoral y su discurso estético.
De acuerdo con Parr y Badger (2004), desde el nacimiento de la fotografía en el siglo XIX, también identificado como el inicio de la videosfera, surgieron los fotolibros como colecciones encuadernadas de las obras de fotógrafos. Se considera que la primera gran declaración artística de este tipo fue el libro The Pencil of Nature, creado por William Henry Fox Talbot, publicado entre 1844 y 1846. En los años venideros, los artistas encuadernaban a mano las impresiones originales de su trabajo y siempre se tuvo la inquietud de cómo imprimir las imágenes con tinta, lo cual ocurrió en los años veinte y con ello la oportunidad de llegar a mercados masivos. A mitad de los veinte y treinta los fotolibros se convirtieron en instrumentos para difundir información principalmente y esparcir una ideología: la propaganda. En ese tiempo, los fotógrafos del modernismo comenzaron a trabajar con tipógrafos y diseñadores para experimentar con las posibilidades aparentes del fotolibro y lanzarse al descubrimiento de nuevas formas de expresión, con la noción de la fotografía como una fuerza dinámica y socialmente progresista dentro del arte, lo cual era el pensamiento artístico propio de la época.
En los sesenta el fotolibro tuvo un impulso particular debido a “una combinación de las tensiones del arte contemporáneo pop/conceptual/minimalista y la sensibilidad del procedimiento inspirado por John Cage, el cual conoció la mentalidad Fluxus creando un impulso explosivo hacia la democratización de la experiencia artística. La idea de crear un trabajo que fuera directamente al mundo en lugar de una galería se convirtió en una idea poderosa, al igual que las posibilidades de ser capaz de crear múltiplos –entonces una nueva palabra que lleva a todo un conjunto de asociaciones potentes que no tenía nada que ver con la irritabilidad de las ediciones de impresión fina–” (Drucker 2009: 8).
Y es aquí donde el concepto de múltiplos enfatiza el potencial del fotolibro y su controversia como objeto de arte, pues fue capaz de llegar a un mayor número de personas sin limitaciones de espacio y tiempo y, aún así, ofrecer una experiencia estética relevante. El concepto publicado por Walter Benjamin en 1936, recobra auge en su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica donde mencionó:
Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en el que se encuentra […] el aquí y ahora del original constituye el concepto de su autenticidad […]Cara a la reproducción manual, que normalmente es catalogada como falsificación, lo auténtico conserva su autoridad plena, mientras no ocurre lo mismo cara a la reproducción técnica. La razón es doble. En primer lugar, la reproducción técnica se acredita como más independiente que la manual respecto del original. En la fotografía, por ejemplo, pueden resaltar aspectos del original accesibles únicamente a una lente manejada a propio antojo con el fin de seleccionar diversos puntos de vista, inaccesibles en cambio para el ojo humano […] Además, puede poner la copia del original en situaciones inasequibles para éste. Sobre todo le posibilita salir al encuentro de su destinatario. (Benjamin 1989: 21-22)
Benjamin acotó que debido a su reproducción técnica una obra de arte pierde su aura, su autoridad como auténtico pues ya no pertenece al ámbito de la tradición, pero al multiplicar sus reproducciones “pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. Y confiere actualidad a lo reproducido al permitirle salir […] al encuentro de cada destinatario” (Benjamin 1989: 22-23). A este respecto, en la entrevista para Le Journal de la Photographie en 2013, Gerhard Steidl, dueño y director de la editorial MACK, una de las más reconocidas en el ámbito, comentó: “yo no describiría a mis libros como productos industriales. Son múltiplos. Un múltiplo es una idea que desarrolla un artista, pero que una persona, de forma técnica, acaba realizando”; y subrayó: “para mí, los mejores libros son aquellos en los que la relación entre las ideas, las imágenes y la forma se unen para convertirse en una obra en sí misma. Cuando se convierte en un elemento distintivo de la práctica del artista. Cuando el libro es la pieza” (Gronemeyer 2015).
A pesar de su trascendencia desde el siglo XIX, “hay que reconocer que el interés por los fotolibros es muy reciente, apenas una década, y diez años no es nada en el relativista espacio académico, acostumbrado a distancias largas y tiempos todavía más prolongados” (Fernández 2011: 11). Ahora se ha vuelto la mirada hacia la discusión del término mismo ya que en el pasado se descuidó su reconocimiento; primero, por haberse encontrado en medio de las batallas estéticas y contextuales entre la fotografía y la crítica; y segundo, porque en su mayoría ha sido impulsado por los mismos fotógrafos, capaces de representar un punto de vista particular mediante un trabajo de publicación en equipo (junto con editores, diseñadores e impresores) y esto no interesó a los teóricos, ni a los académicos, ni a los curadores dentro del espectro conservador, logrando muy poca visibilidad (Parr and Badger 2004: ¿?).
La experiencia estética que proporciona el fotolibro a su lector es a través de su enfrentamiento con una narrativa y una perspectiva sobre un tema central (Fernando 2015). Así, esta forma de arte ofrece la oportunidad de comunicación entre el artista y el público, donde no hay restricciones de tiempo ni de interacción, de esta manera, el receptor puede decodificar un mensaje dentro del marco representado e insertar su propio referente. Por eso Carrión anotó que “hacer un libro es actualizar sus secuencias espacio-tiempo ideales mediante la creación de secuencias paralelas de signos, ya sean verbales u otros” (Carrión 2003: 312), con tal de erigir un entramado complejo de elementos que cobijan la preocupación central del artista y el problema que aborda en cada trabajo. Por ejemplo, para Paolo Gasparini, fotógrafo italiano y creador de libros con problemáticas latinoamericanas, su intención es:
Pretendo publicar libros estéticamente logrados a través de un diseño inteligente en sintonía al contenido de las imágenes que, más allá del bueno o mal gusto, sean obras en función de las ideas y de las ideas acerca del arte. Me interesa un producto cultural que pueda despertar el interés y la conciencia de problemas más allá de un producto artístico que finalmente terminaría siendo otro coffee table book (libro de mesa de café) (Fernández 2011: 14).
3. El idiolecto desde la lingüística a la semiótica al fotolibro
El vocablo idiolecto proviene del griego idios, que significa propio, y leksis, que significa lenguaje. Para el Diccionario de la Lengua Española (2016), es el “conjunto de costumbres lingüísticas de un individuo en un momento determinado (es decir, simultáneamente las diferencias geográficas, sociales e individuales) daría cuenta de la unidad del sistema dentro de sus límites más reducidos” (Álvarez 2006: 60). De esta forma, el idiolecto es una intersección única de las características de una zona geográfica, las particularidades afectadas por el tiempo, como la edad del individuo, más las cuestiones del ámbito social en el cual se desenvuelve, todo ello en un momento dado. Esto se refleja cuando el sujeto se comunica y utiliza cierto vocabulario, modismos, gramática, sintaxis, así como su pronunciación y entonación, entre otros elementos, que reflejan peculiaridades individuales en el habla de una persona, su forma única de expresión.
En el terreno de la semiótica, Roland Barthes, en La Aventura Semiológica, cita el concepto del idiolecto y aunque su origen sea lingüístico pues “el saber semiológico no (podía) ser […] más que una copia del saber lingüístico; porque este saber tiene que aplicarse ya, por lo menos como proyecto, a objetos no lingüísticos” (Barthes 1993:¿?), subraya la posibilidad de la aplicación del concepto en otras disciplinas.
En el mismo contexto de la semiótica, Umberto Eco reflexiona sobre qué hace a una obra bien hecha, cómo se afirma estéticamente la unidad de contenido y forma. Su conclusión es que:
Se establece una especie de red de formas homologas que constituyen el código particular de aquella obra, y resulta una medida muy equilibrada de las operaciones que destruyen el código preexistente, para convertir en ambiguos los niveles del mensaje […] este código de la obra, es un idiolecto por derecho propio (definiendo el idiolecto como el código privado e individual del parlante) (Eco 1986: 128)
Específicamente, en el área de la comunicación, Carlo Penco (2007) discutió sobre los problemas y el impacto de los idiolectos, así mismo mencionó la importancia de los conceptos de convergencia y competencia contextual, lo cual es importante para el debate de la apreciación estética. En las artes, el idiolecto ha sido estudiado principalmente en la construcción y recepción de obras literarias. En el ámbito de las artes visuales, Hugo Leyva Sánchez escribió el artículo ¿Qué hace del cine un arte? El idiolecto cinematográfico, donde hace una extensión de este concepto al lenguaje visual, mientras busca identificar “dónde reside tal artisticidad (del productor) y cómo se construye, sin la tiranía (absolutización) de la estructura, del autor, o del intérprete” (Leyva 2012:). De esta forma, el término se finca como viable y operable en el arte visual.
Así, los fotógrafos-productores que conciben un proyecto teniendo como producto final un libro, visualizan un sistema complejo, de forma consciente o inconsciente, un gran entramado de imágenes, textos, colores, diseño y texturas; generan códigos y subcódigos emocionales, intelectuales y físicos en diferentes niveles de significación para hacer realidad su aspiración artística de “ofrecer un conjunto que sea algo más que la suma de sus distintas partes” (Fernández 2011: 24). Ellos diseñan secuencias sintácticas de imágenes y modulan su voz narrativa mediante un lenguaje propio; trabajan solos o con un equipo de colaboradores y bajo recursos determinados, contextos y circunstancias específicas; marcan una pauta general de lectura y de experimentación del fotolibro; crean un espacio para la generación y la acción de un idiolecto específico, una forma de expresión única contenida en un solo instrumento, la cual actúa como gesto artístico y se desenvuelve mediante la interacción con el receptor, pues “leer la narrativa de un fotolibro es un acto complejo y difícil, donde el lector juega un papel creativo” (Badger 2013: 23).
4. El fotolibro y su experiencia estética
El fotolibro ofrece una visión particular de los sujetos u objetos vistos por la perspectiva de su autor. Como lo enfatizó Ortega y Gasset en su ensayo La deshumanización del arte:
Se trata de una cuestión de óptica sumamente sencilla […] (imaginen) que estamos mirando un jardín al través del vidrio de una ventana. Nuestros ojos se acomodarán de suerte que el rayo de la visión penetre el vidrio […] como la meta de la visión es el jardín […] no veremos el vidrio […] cuanto más puro sea el cristal menos lo veremos. Pero luego, haciendo un esfuerzo, podemos desentendernos del jardín y retrayendo el rayo ocular, detenerlo en el vidrio. Entonces el jardín desaparece a nuestros ojos y de él sólo vemos unas masas de color […] Por tanto, ver el jardín y ver el vidrio de la ventana son dos operaciones incompatibles (Ortega 1925: ¿?).
Es decir, el soporte del fotolibro ofrece esa ventana, es el vidrio por el que se ve el jardín, esa idea o tema seleccionado por sus productores, pero para identificar cada una de los arbustos y flores es indispensable compartir un código y lograr una significación en el receptor, de no ser así, sólo podría haber una transacción de información. Del Castillo Vázquez indicó:
Me gusta pensar en el objeto de arte como un ‘objeto mediador’, una especia de entidad que puede actuar como puente entre diferentes cosas. Una manera tradicional de decirlo es que una obra actúa como un mediador entre la subjetividad del observador y la subjetividad del artista. Por ejemplo: una obra expresiva que pueda guiar al artista, romantizando su propia posición como si sus vocabularios expresivo o creativo fueran únicos e independientes (Vázquez 2016: 94).
Bate señala cómo se ha incorporado la posibilidad de la sintaxis en el caso de la fotografía para enunciar el fenómeno de la particularidad en la expresión del fotógrafo-productor; la cual proviene de la idea común de considerar esta disciplina como un lenguaje; “fotógrafos y críticos con frecuencia se han referido a un lenguaje de la fotografía, o bien a un idioma y diferentes acentos” (Bate 2013: 52). En el Diccionario de la Lengua Española, se enuncia la etimología grecolatina del vocablo sintaxis que se compone de las ideas disponer conjuntamente y ordenar; en su definición acota que sintaxis en su primera acepción es: “Parte de la gramática que estudia el modo en que se combinan las palabras y los grupos que estas forman para expresar significados, así como las relaciones que se establecen entre todas esas unidades” (Real Academia Española). Bate cita cómo en lingüística “la sintaxis es lo que hace posible que se establezca un significado, para que las palabras en una frase tengan sentido” (Bate 2013: 51) y al trasladarlo a la construcción de un fotolibro propone considerarla “como una manera de pensar acerca del movimiento o paso entre las imágenes en fotografía” (Bate 2013: 49). Entonces, Bate traza una sintaxis visual: “si el término pudiera tener significado, es donde las imágenes están juntas bajo cierto orden para hacer posible un sentido y significado a través de ellos, cuya función está basada en un modo diferente, una especie de sistema de la imagen sintáctico primario” (Bate 2013: 70).
Según Badger, al crear un fotolibro, no se encuentra toda la narrativa en la acción primaria de crear una secuencia de imágenes o el significado total del trabajo, pero “es de vital importancia porque define el tono, crea la voz” (Badger 2013: 18). En la misma analogía de la lingüística y en extensión a la literatura, en el establecimiento de una narración, Badger menciona: Una palabra o una sola oración, aún de Ibsen o Tolstoy, no le dicen mucho al lector, una sola fotografía debe verse con esta luz. Es a través de un número de fotografías, seleccionadas con cuidado, visión e intención, para unir la oración de una sola foto en un párrafo, y luego en un capítulo […] Hasta ahora, el fotolibro es el principal vehículo para darle voz al trabajo de un fotógrafo, una voz narrativa” (Badger 2013: 17)
Y es que la estructura de la secuencia de las fotos “puede ser tan simple como el ascenso y el descenso en la inflexión en la pronunciación de una oración, o tan complejo como la poesía” (Bate 2013: 344).
Además de la analogía con la literatura para visualizar la capacidad de modular la voz del fotógrafo, Badger utiliza una analogía con la música y asevera:
Cuando se construye una secuencia fotográfica es útil pensar en cualidades musicales como punto y contrapunto, armonía y contraste, exposición y repetición. Debe haber un flujo y reflujo en la narrativa del fotolibro, se debe suavizar aquí, más estruendoso acá, acelerar en términos visuales, o ir más lento, y se debe construir de forma natural, si no a hacia su punto culminante, al menos hacia una resolución (Badger 2013: 19).
Y es que la narrativa, ya sea literaria, musical o de un fotolibro, tiene un impacto cognitivo y afectivo diferente en cada espectador. Para Fanuel Díaz, una imagen se conecta con el subconsciente del lector y su repercusión en él o ella puede ser “Potente y atómica” y es porque:
No sólo […] puede dejar una huella en su almacén particular, sino porque recupera de su memoria fragmentada otras piezas, que a veces ni siquiera sabe que tiene allí, bien sean arquetipos que atesora biogenéticamente, recuerdos u otras imágenes que forma parte de esa ineludible ley de la asociación libre (Díaz 2007: 170).
Además, Díaz considera que podemos realizar una lectura superficial pero las imágenes permiten explorar unas segundas y terceras capas de significación, al menos aquellas que han sido creadas con cierta intencionalidad, incluyendo su ambigüedad. Eco explicó:
Un mensaje con función estética está estructurado de manera ambigua, teniendo en cuenta el sistema de relaciones que el código representa […] La ambigüedad productiva es la que despierta la atención y exige un esfuerzo de interpretación, permitiendo descubrir unas líneas o direcciones de descodificación, y en un desorden aparente y no casual, establecer un orden más calibrado que el de los mensajes redundantes (Eco 1986: 138).
En ese rubro, Fernando sugirió que “el fotolibro cuenta una historia, pero deja espacio suficiente para que el lector deambule y arribe a sus propias conclusiones” (Fernando 2015: ¿?). Esto es, el fotolibro exige un receptor activo, quien lea, experimente e interprete siguiendo alguna línea de descodificación prevista, o incluso, sea capaz de crear una propia. “Ver es comprender”, así lo afirmó Rudolf Arnheim (Arnheim 2002: 62) y lo más importante es reivindicar a la visión como una actividad creadora. En la misma línea, Zamora afirma que:
Ver intencionadamente un objeto –mirarlo- implica un proceso activo y creativo, por el cual se va configurando una totalidad (una Gestalt) […], en donde cada elemento individual adquiere su sentido en relación con el conjunto, y el conjunto es mucho más que la suma aritmética de sus partes; en que la visión realiza un recorrido lineal (discursivo) pero conduce a una percepción de la totalidad (Zamora 2007: 241).
Es importante, en este punto, diferenciar la capacidad del lector inexperto versus las posibilidades del lector experto. El primero se puede perder en los detalles y no lograr construir la visión de la totalidad, mientras que:
El lector con experiencia tiene (como lector) un horizonte vivencial mucho más amplio y rico: ha leído mucho, y por tanto prevé mucho […] en la lectura de cada elemento va “adivinando” los elementos que sigue. Además, no lee letras ni siquiera palabras, sino más bien enunciados: la comprensión del texto como totalidad unitaria le permite a su vez comprender mejor las distintas partes de ese conjunto (Zamora 2007: 244).
Por las mismas leyes de la Gestalt, si el lector experimentado se ve interrumpido en su lectura, éste es capaz de completar la información faltante, de acuerdo a su marco de referencia. En la narrativa del fotolibro que goza de una significativa ambigüedad estética, la experiencia para el lector avezado resulta sumamente atractiva y gratificante, pues se vuelve agente creador al completar los enunciados visuales, pues el arte no sólo implica ver, sino observar de forma eficaz y crítica. Si la persona sabe cómo mirar el arte, éste puede maravillarla, ya sea satisfaciendo su curiosidad, enfrentando su conmoción o generando su asombro. En esto radica el disfrute de su experiencia estética (Hobbs and Salome 1995: 3).
Conclusiones
El disfrute en el fotolibro surge al sumergirse en su narrativa, en los elementos propios de su lenguaje único, de su idiolecto. Es precisamente “a través de la valoración histórica y la demarcación del concepto de ‘fotolibro’, que se ha tomado conciencia de la ilimitada potencialidad productiva, creativa y reflexiva, que se manifiesta no sólo en una expansión de la producción de fotolibros, sino de la fotografía en sí” (Gronemeyer 2015). De esta forma se puede ejercitar una y otra vez la visión, la intención de buscar las relaciones entre el todo y la parte; de conectar lo presente, lo pasado y lo futuro (Zamora Águila 2007, 249); de interpretar y re-configurar en mundos personales, incluso íntimos, a partir del discurso del otro, de las imágenes de otros y de obtener una experiencia estética con el proceso de lectura del fotolibro desde su primera hojeada.
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Imagen de portada
Paolo Gasparini’s Karakarakas. http://tipografiabaez.com/wp-content/uploads/2014/05/rb_pg_karakarakas_03.jpg